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El feminicidio está arraigado en la cultura.


A pesar de las leyes, las cifras siguen siendo deplorables.
Por eso hay que buscar más hondo, en la romantización del amor, en el supuesto de que el agresor es un enfermo, o en la creencia de que razón y emoción son cosas separadas. Una mirada crítica sobre ideas que damos por sentadas.
Myriam Jimeno*



Leyes insuficientes
Los homicidios en Colombia han venido disminuyendo a lo largo de la última década, pero no puede decirse lo mismo de la violencia contra las mujeres. Durante los últimos cinco años han ocurrido 345 feminicidios, y en 2016 casi 50.000 mujeres denunciaron ante Medicina Legal haber sufrido maltrato en la familia y 122 fueron asesinadas por sus parejas o exparejas, en contraposición con los 40 hombres asesinados por la misma causa en ese mismo año.

Este año van 24 mujeres asesinadas por sus novios o cónyuges y hay 39.000 medidas de protección solicitadas por violencia intrafamiliar. 

¿Qué nos pasa?

En 2008 se expidió la Ley 1257 que endurecía las penas contra los agresores, indicaba una ruta de protección para las víctimas y acuñaba el término “feminicidio” como un tipo particularmente grave de homicidio cuyas penas no admiten rebajas.

El endurecimiento legal responde a una tendencia latinoamericana que busca acabar con la impunidad y la laxitud frente a la violencia contra la mujer. Pero no parece todavía hacer mella en la coraza dura de los victimarios, que por lo demás parecen personas comunes y corrientes.

Por esa razón hay que explorar un poco más hondo, en las profundidades de las relaciones sociales entre hombres y mujeres y en los trazos culturales que las modelan, para comprender las causas de esta violencia.

Tres causas profundas

Maltrato contra las mujeres, está en el arraigo cultural

Las ideas, valoraciones, supuestos y afectos sobre los cuales descansan nuestras actitudes y acciones tienen una larga historia de conformación. Por eso no cambian fácil. El sociólogo Norbert Elias decía que es muy importante entender que nuestra modelación afectiva es el resultado de un largo proceso de creación y que está en continuo cambio. Pero la transformación de las orientaciones culturales no es uniforme ni continua y sí, más bien, contradictoria y ambigua.

Así, aunque el papel de las mujeres en la sociedad se ha transformado y hoy en Colombia están entre las más educadas, forman parte importante de la fuerza de trabajo y avanzan en independencia, en el campo de la violencia el cambio aún es precario.

¿Puede ser justamente el miedo de los hombres a perder el control histórico lo que causa esta violencia? Tal vez. Pero lo que se constata cuando se estudian los casos de crímenes de pareja es la presencia reiterada de ciertos ejes culturales que parecen ser la causa y el soporte de la violencia contra las mujeres. Estos ejes culturales son básicamente tres conjuntos de ideas y prácticas.

-El primero de ellos es la romantización del amor que se arraigó en Occidente a partir del siglo XVIII. Consiste en considerar el vínculo amoroso como algo sin contradicciones, sublime y, en lo posible, eterno. Se basa en la idea de que dos se convierten en uno. La imagen más conocida en este sentido es la de la media naranja. Esta manera de comprender el amor destierra las tensiones y diferencias de la convivencia al campo oscuro de lo indeseable y de lo que no estamos preparados para manejar.

La romantización incluye la idea de la apropiación de la mujer por parte del hombre, con lo cual queda en evidencia también una clara jerarquía de género. La mujer puede ser exhibida como una prenda hermosa y el varón supone que adquiere el poder para garantizar y premiar la sumisión de su pareja con regalos y dinero. Pero con esto –y de allí surge el soporte de la violencia– también adquiere el poder de castigar sus supuestas fallas o insubordinaciones. Lo dice así la canción “Mi propiedad privada”: “Para que sepan todos que tú me perteneces / con sangre de mis venas te marcaré la frente”.

Además, la romantización también trae consigo la idea de que el amor llega a excesos, como morir o matar por amor. Lo canta José Feliciano en “Amor gitano”: “No quiero la vida si he de verte ajena”– y el bolero que dice “Yo tuve que matar a un ser que quise amar”. Una y otra vez esta idea es invocada por los defensores de los victimarios, y no pocas veces con éxito.

- El segundo conjunto de ideas y prácticas que sustentan estas conductas es el que ve la violencia contra la mujer como expresión de la locura. Afirman que quien haya sido violento debió estar fuera de sus cabales o padecer algún trastorno metal, así haya sido por un momento.

Esta postura oculta la violencia usada como instrumento de sumisión y castigo, esconde su uso deliberado y usualmente reiterado antes del crimen final. Los defensores acuden así a especialistas del trastorno mental con el propósito de que se excuse al homicida de sus actos. De este modo se crea toda una rama de legistas especializados en examinar y dictaminar acerca de la salud mental del violento. Pero la evidencia muestra que, lejos de ser loca, la violencia suele emplearse de manera deliberada e inclusive planificada.

En relación con esto, es necesario trabajar fuertemente para que la violencia deje de ser uno de los ingredientes de la formación y afirmación de la masculinidad. Todavía es común que los padres animen a sus hijos con frases como “no se deje, no sea nena”, y los niños crecen viendo imágenes de superhéroes violentos.

- Finalmente, la idea de que la razón y las emociones son dos aspectos separados del ser humano también ha sustentado la violencia contra las mujeres. Los celos, la rabia o el miedo de perder a la pareja son argumentos que han pretendido justificar la violencia entre parejas. Hizo carrera la idea de que las emociones son irracionales, súbitas y a veces incontrolables. Pero la verdad es que nuestra valoración afectiva del entorno y de la experiencia social es algo que aprendemos, y pensamiento y emoción son dos aspectos inseparables.

El énfasis sobre los sentimientos personales y su fuerza particular instalaron de nuevo las viejas ideas del honor que se defiende en los crímenes; le dieron impulso a esta suposición de que existe una división radical entre emoción y razón, como si no fueran ambas una unidad que motiva las acciones humanas.

Solo el cambio profundo en los tres ejes culturales mencionados, infundido desde temprano en los hombres y las mujeres, permitirá que los objetivos que se han propuesto las leyes sobre feminicidio se hagan realidad y se vean reflejados en la equidad dentro de las relaciones amorosas. O como lo dice de manera ruda la frase que circula en campañas contra la violencia: “Para decir ni una menos, hay que dejar de criar princesas indefensas y machitos violentos”.


Myriam Jimeno * Doctora en Antropología de la Universidad de Brasilia, antropóloga de la Universidad de los Andes. Profesora jubilada del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia e investigadora del Centro de Estudios Sociales (CES).

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